Cesarea. Caballo de Troya 5 by J. J. Benítez

Cesarea. Caballo de Troya 5 by J. J. Benítez

autor:J. J. Benítez [J. J. Benítez]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788408004660
editor: Editorial Planeta
publicado: 2012-01-26T00:00:00+00:00


Y redondeé el «tecleado» con una distancia de cuatro metros y un tiempo de ejecución de dos minutos.

Activado el «punto omega» di media vuelta, eligiendo el lugar de asentamiento.

Y ante un Poncio atónito, y un Civilis nuevamente en tensión, despejé la mesa, retirando pergaminos y paleta de escribano.

El gobernador, instintivamente, se echó atrás, empujando el respaldo del trono.

Retrocedí unos pasos. Me envaré y, dirigiendo el rostro hacia el techo, proseguí la cuenta mental.

Un minuto…

Y dejé que el silencio los devorase.

Cuarenta segundos.

Entorné los ojos y con voz potente, elevando los brazos con violencia, reclamé la ayuda de los dioses mayores del Olimpo.

Veinte segundos…

Me relajé.

Poncio, atornillado al asiento, había sucumbido. Un miedo irracional y desbocado lo mantenía al filo del infarto. Y al observar el peluquín, descolocado por la fuerte presión de la cabeza contra el trono, a punto estuve de malograr tan cuajada «representación». Y haciendo ímprobos esfuerzos para sofocar la risa me dispuse a guiar el flujo de los swivels.

Cinco segundos…

Extendí el brazo izquierdo y apunté.

Tres…

Procuré medir con exactitud: cincuenta centímetros por encima de la mesa. Aquél era un momento crítico. La desviación de los ejes ortogonales debía producirse en un espacio libre de obstáculos y, al mismo tiempo, lo más próxima posible a la base de sustentación elegida. De esta forma evitaría el deterioro del recipiente, sometido a la inevitable precipitación por gravedad. Si erraba en los límites espaciales, provocando la materialización, por ejemplo, en el «interior» del tablero de cedro, el sistema se bloqueaba automáticamente, anulando la inversión.

Y los cielos congelaron el pulso de este explorador.

Dos, uno…

Y como un «milagro», una hermosa, pulida y translúcida ánfora de cuarenta y cinco centímetros de altura surgió de la «nada». Y golpeando la superficie de la mesa se tambaleó levemente.

El súbito impacto y la inesperada aparición del campanudo alabastro desató al aterrorizado gobernador. E histérico comenzó a aullar. Y en el intento de huida fue tal la fuerza que ejerció sobre el respaldo que el trono terminó vencido. Y se produjo el cataclismo. Poncio cayó de espaldas, naufragando bajo el mueble y perdiendo el postizo.

El centurión, pálido como la cera, acudió en auxilio del vociferante gobernador, liberándolo del suplicio y del ridículo.

Y olvidando trono, peluquín y cuanto le rodeaba se precipitó hacia el ánfora, palpándola y acariciándola entre nerviosas y estridentes risitas.

Civilis, definitivamente entregado, siguió sus pasos, tanteando el recipiente con idéntica ansiedad.

Un instante después, tras husmear en el interior, un Poncio chillón y desequilibrado ordenaba al primipilus que comprobase la naturaleza del contenido.

El soldado torció el gesto y, de mala gana, desenvainando el puñal, lo introdujo en el barro, extrayendo una pequeña porción. Y mostrándolo al agrio gobernador le invitó a examinarlo.

Poncio acercó las temblorosas yemas de los dedos, pellizcando la húmeda arcilla. La trituró con suavidad y aproximándola a la nariz olfateó una y otra vez. Y la insufrible risita castigó de nuevo la sala.

Finalmente, volcándose en el ánfora, removió el barro, embadurnando las fofas mejillas. Y a saltitos, canturreando, comenzó a dar vueltas a nuestro alrededor.



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